Cuando llegó, ya estaba lleno. Saludo a algunos
jóvenes desconocidos que fumaban puchos afuera y como todavía quedaba una última
reja libre - libre en el sentido de solo dos bicis que juntas con la reja, con
sus lingas y candados representaban una obra de arte moderna nada peor de
aquellas que llenan los museos y las críticas de revistas sin sentido – puso su
negra bici playera cerca de las dos otras y la sujeto con una linga lo
suficientemente larga para que pueda agarrar la reja sin agarrar las demás
bicis. En conjunto se veían un triángulo lindo, pero por experiencia propia
Tomas no confiaba en triángulos. Sabia, que antes o después todo triangulo se
convierte en una figura cuya geometría es mucho más compleja de lo sobre que
soñaba Pitágoras más de dos milenios atrás. Y esta complejidad no daba
seguridad ninguna…
Seguridad… en una ciudad como aquella en que le
tocó vivir esta es la palabra clave. Candados, lingas, rejas, muros, todo para la
ilusión del cierto control sobre este pequeño pedazo de vida llamado el
presente, el cual, junto con el sistema solar corre con velocidad de unos
veinte kilómetros por segundo hacia la constelación de Hércules.
A los jóvenes de la otra vereda la constelación
de Hércules les parecía importar algo menos que los puchos, para no decir un
carajo, pero Tomas, consiente de la omni - conexión de todo con todo, al cerrar
la linga de alguna manera vinculó ambos elementos en un proceso que los
teóricos de la creatividad llaman bisociación y que simplemente dicho consiste
en encontrar el vínculo entre dos fenómenos antes no relacionados.
Tomas dirigió sus pasos hacia la música, la
cual salía por la entreabierta puerta de un edificio colonial de techos altos,
pero percibiendo que la orden cósmica requiere una acción repetida, se dio
vuelta para asegurarse que la bici y la linga estaban en su lugar. Como no
quería pasar por obsesivo en los ojos de los jóvenes fumadores, caminó unos
pasos más como si hubiera disfrutado de estar al aire libre mirando las
estrellas de la galaxia de iluminación callejera y por fin… entró.
Pasando una interminable cantidad de parejas,
jóvenes, viejas, flacas, gordas, locales, extranjeras y mixtas en todas las
variantes de fugaces bisociaciones, por fin llegó a un pequeño espacio libre,
lo cual le permitió cambiar las sandalias por los zapatos. La próxima tanda era
de Di Sarli y su staccato un buen pretexto para olvidarse del mundo en unos
brazos morenos, tapados con pelo negro, largo y hermoso. La letra de los tangos
como un método comprobado para aquel que busca confirmar su bajón tiene como
efecto lateral la perdida de noción de tiempo. Y tal cual fue aquella vez
también. Después de unas tres horas, Tomas – como no lo mires un hombre de (demasiados)
principios, entre los cuales uno era nunca quedarse hasta el final – decidió
irse, aunque la fiesta de corazones rotos y tiempos perdidos estaba en su pleno
esplendor. Si era el sabor de la fría Quilmes negra, el inesperado concierto de
una cantante de unos treinta años que, junto con el pianista, por un momento embrujó
todo el ambiente con comedia musical, o quizás el pintor que – como cada jueves
en Cochabamba 444 – pintaba sus cuadros con un gran talento y todavía más
grande velocidad, la cual podía competir con aquella del sistema solar, o si
fue por la desconocida que Tomas temó a sacar a bailar… se quedó hasta el
final. ¡O témpora, o mores! hubiera
dicho Cicerón, si en lugar de morirse unos cuatrocientos años después de
Pitágoras, se hubiera quedado vivo emigrando de la antigua Roma hacia las
milongas de Capital Federal. Al quedarse contra sus propias reglas Tomas
percibió que algo en el cambiaba. ¿O era solamente un anuncio de vejez, que
quizás alguna vez llegara?
Salió como uno de los últimos. De las dos otras
bicicletas no quedó nada más que un recuerdo. ¡Triángulos! Siempre lo mismo. Por
lo menos aumentan la cantidad de nuevas letras de tango. Aunque por el rubio
color de las pasiones vividas, no habrá para Tomas un tango más lindo y más
amargo a la vez, que aquel que habla del agua blanda, del rio fresco y de un
naranjo. Algunas cosas quedan y no mueren antes de uno mismo. Dejando estos
pensamientos y volviendo al nivel más callejero agarró la bici… y se marchó…
Al día siguiente, como habitualmente los viernes,
después de haber terminado sus tareas domésticas agarró la bici para dar una
vuelta y… ¡La linga no estaba! Después de unos segundos sin entender le
atravesó un rayo de consciencia… hijos de mil putas, tachos de mierda… ¡Se la
robaron! ¡A pesar de que estaba asegurada por una bici de un metal grueso! Y
él, por culpa de la cerveza, música, del bajón y de las endorfinas que luchaban
en su cabeza por un futuro distinto, al salir no se dio cuenta. Agarró la bici
y volvió a casa, como si no hubiera pasado nada. ¡No se dio cuenta!
Moraleja: Ten cuidado con ladrones. Te pueden
robar algo. Una linga…. o un pequeño pedazo de Tu vida llamado el aquí y ahora.
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